Son tiempos difíciles los que nos acaecen. Ya comenzó, y ya se está acabando, el último año en un colegio que, lamentablemente, ha echado raíces dentro nuestro. Las horas libres tirados al sol en el patio, el aula de plástica impregnada de olor a acrílico y plasticota, los chicos tocando la guitarra en el bufete, la biblioteca que es más ruidosa que los pasillos, la fotocopiadora que siempre tuvo la culpa de que no tuviéramos los módulos en tiempo y forma, los vidrios rotos, los picaportes más que brillantes por su ausencia, el barro en las tormentas, la canchita de football, la de básquet y la de volley, protagonistas de tantos torneos, copas y competencias, y siempre en ellas el eco del “hay equipo”, los murales, las muestras de arte en la entrada, los carteles de campaña invadiendo las paredes en temprano abril, los perros de la calle anidando debajo de los árboles y robándose las sobras de comida, los talleres que siempre nos complicaron la vida, Coca con todas sus manías, y otras mil cosas que no se olvidarán fácilmente. Y el viaje de egresados, y la fiesta, y los viajes, y los ingresos a la universidad; y es arte o física, es letras o química, es economía o biología. Los profesores que fueron tus confidentes y a veces más copados que tus compañeros, los payasos de las aulas (sí, Sebastian, hablo de vos), tus mejores amigos y sus horarios, que nunca coincidían con los tuyos, lo9s diez millones de personas que conocías de la bandita o del taller de midi o de ingles o porque son hermanos de los amigos de tus hermanos, y para las 10:35 ya saludaste a los 720 alumnos del colegio. Las tareas de matemática y de física, los trabajos prácticos de historia o de informática, las juntadas hasta las 10 en casa para terminar un proyecto, las trasnochadas los días de semana para llegar a entregar el final de plástica, las monografías de lengua y los libros de Literatura leídos de resúmenes a medias de páginas web clandestinas porque no llegas ni a palo. Las marchas, las reuniones de delegados hasta uno vaya a saber qué hora, el libro de actas perdido y el cuartito del C.E.N.I. juntadero de afiches y de entusiastas parejitas en busca de algo de tranquilidad. Las jornadas de limpieza, los alumnos entrando a toda hora al aula para avisar de un evento, para juntar zapatillas o para avisar de la reunión de la tarde. Los locros, los actos del 24 de marzo y los días de la primavera en el campito, escusa para que tus padres y los de tus compañeros se conocieran al fin.
Y a fin de cuentas todo eso es nuestro colegio, y mucho más; para los illiences el Illia es su segunda casa, sino la primera para muchos. Un lugar al que huir, un lugar en el que refugiarse, un lugar donde siempre van a ser bienvenidos, un lugar donde siempre van a tener algo que hacer. El Illia es una filosofía de vida, es un sentimiento de comunidad, es un culto, un dogma incuestionable, una manera de ser.
A nuestro colegio, gracias, y esperemos poder hacerte justicia, esperemos poder cumplir todas nuestras metas (que no son pocas y recién ahora caemos en que el tiempo no alcanza) mientras aún te tengamos, esperemos poder valorarte y cuidarte y mejorarte todo lo que podamos antes de volar y dejarte en manos de la siguiente generación. Y esperemos lo que ningún estudiante quiere, esperemos poder regresar, y volver a ser bienvenidos en tus terrenos.
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